domingo, 14 de febrero de 2010

El dulce de la vida

El dulce de la vida

¡Qué dulce puede ser la vida!

Eso es lo que siempre he pensado yo. Y lo sigo pensando, pero ya mirando a las cosas de manera distinta, una manera que me permitió por fin sentir el gusto verdadero del vivir.

Me llamo Andreína y tengo 23 años. Toda mi vida me ha gustado la comida. Mientras a las otras niñitas, para hacerlas comerse todo al almuerzo les cantaban canciones, las distraían con cuentos, incluso a veces les gritaban, mi madre nunca pudo quejarse de mi disciplina en la mesa, pues yo nunca dejaba el plato lleno. Y eso no solo para llegar al postre. No, a mí simplemente me daba gusto comer, gozar de la comida bien preparada. Me encantaba todo tipo de platos. Me parecían tan majestuosos y al mismo tiempo excesivamente simples. La comida nunca te regañaba, no te juzgaba ni le molestaba lo que decías, no te hacía ni una sola pregunta. Estaba siempre ahí, esperando a que llegues, a que te sirva de motivo para que la sonrisa te ilumine la faz, a que te llene de felicidad y contento.

Creciendo un poco ya me convencí de que la cocina era el mejor lugar no solo de la casa, sino de todo el mundo. Pasaba horas y horas ahí guisando viandas, revolviendo ensaladas, friendo papas, cociendo pollos, mezclando sabores y al final, pues, gozando de mis creaciones al comérmelas todas yo misma. De hecho era inevitable que poco a poco subiera peso. Al fin y al cabo la escala terminó mostrando cifras de las que ahora ni me quiero acordar.

Pensaba que así era feliz pero trayéndolo todo eso a la memoria ahora me doy cuenta de que en realidad estaba afligidamente tratando de llenar un hueco que llevaba por dentro. No sabía a qué se debía pero era como si me faltara algo, una pieza vital de mi comprensión del mundo sin la que me quedaba confundida, perdida, sola.

Pero entonces no me empeñaba en pensar en tales cosas. Me creía contenta, con mi cocina, mi comida y todos mis kilógramos de más. Ya tenía 19 cuando un día todo cambió.

Era de otoño y yo pasaba por un puente pequeño en el parque cuando se me escapó de las manos una de mis manoplas. Cayó para abajo y yo, desesperada y desamparada, la observé zambullirse en el caudal del río cuya corriente poco a poca la alejó de mi mirada entristecida. Ya estaba por irme cuando oí otra zambullida en el río. ¡Alguien se había quitado la chaqueta metiéndose en еl agua gélida y estaba nadando a toda velocidad persiguiendo mi manopla! Por Dios, ¿estaba ese loco o qué? Era solo una manopla y además ni me conocía . ¿Qué fue lo que se le habría metido en la cabeza para hacer tal locura?

Sin embargo, en unos minutos ya estaba fuera del río y junto a mí con una sonrisa en la cara, una llama sorprendente en los ojos y mi manopla en los manos.

¨ Se te perdió eso, ¿no? ¨

¨ Eh...pues sí... gracias. Pero, oye, ¿cómo se te ocurrió meterte en el agua a recogerlo con esas aguas de frío que pela? Era solo una manopla... Además, tú ni siquiera me conoces.¨

¨ Sí, es verdad.¨ Respondió con tranquilidad sin dejar de sonreír. ¨ Pero ¿por qué me va a importar eso? Si es solo una manopla u otra cosa... Lo importante fue hacer bien, comprobar mi existencia, vivir el momento. Y además, en ese mundo todos estamos conectados uno a otro, todos somos parte de la sociedad. Puede ser que no te conozca pero de manera alguna te siento, como tú a mí. ¿No es ese el sentido, poder estar conectado a los demás?¨

Así me dejó, muda, incapaz de asimilar lo pasado.

Nunca lo volví a ver. Ni supe su nombre. Pero sigo sintiéndolo como sé que él sigue sintiéndome a mí. Ya no me paso comiendo. Desde aquel día ya no siento el hueco, ya no me dan ganas de devorar inabarcables cantidades de vianda.

Pero todavía me encanta la comida y todavía paso el día cocinando. Bueno, ya es distinto. Al preparar mis platos salgo a repartirlos entre mis parientes, mis amigos, la gente por el parque, los mendigos en la calle. Me da gusto ver el asombro en sus ojos, observar la sonrisa iluminarles el rostro. Siento la conexión con las personas aun más fuerte y sé que los demás, al aceptar mis bizcochos de chocolate, también se dan cuenta de eso.

Hay solo una cosa que se me ocurre decir:

¡Qué dulce pude ser la vida!

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